miércoles, 17 de agosto de 2011

Besar el Agua

Mónica Guarilla 22/07/2011


Han pasado 123 días de tu partida y acabo de recibir un ramo enorme de frescos y olorosos claveles blancos. No me asombran tus sorpresas porque cada alejamiento nos reúne con la llegada de tus flores. Pero esta ocasión me sorprende de manera especial.
No puedo seguir con mis quehaceres porque me aturde la llegada del regalo. Camino de una pared a otra del comedor, hago círculos dentro de la habitación, sin atreverme a mirar la puerta delante de la cual apareció el obsequio.
Primero pienso que es una mala broma; luego recuerdo la fecha y un frío intenso viaja por mi espina dorsal sin paralizarme; por lo contrario, tibiamente me enfrenta a la atmósfera externa en un día espléndido de sol.
Descorro uno tras otro los velos que cuelgan de los árboles desnudos dándoles una presencia fantasmagórica. Penetro en un espacio que creo reconocer y, entonces, miro a uno y otro lado en busca del gran reloj que derrite sus horas desde una mesa inexistente y siento el calor de los rayos del sol como espadas sobre mi frente.
Hacia el oeste se ve el espejo de agua que separa mi vida diaria del trajín ciudadano. Me doblo hacia el suelo de turba para recoger un clavel blanco algo marchito. Lo beso para recuperar tu memoria. Llama mi atención otra flor idéntica que encuentro a diez pasos más adelante, cerca del alambrado que presta seguridad antes de llegar al borde del agua cristalina.
Esa superficie líquida es el remanso en el que me pierdo cada mañana para enjuagar mis pensamientos y navegar hacia los recuerdos de nuestra vida en común.
Traspaso el alambrado tenso, no sin antes hacerme la señal de la cruz y apuro mis pies hasta una brazada formidable de claveles blancos que me aguarda entre la tierra y el inicio del líquido transparente.
Se me sigue haciendo difícil vivir sola y en este mínimo recorte de agua espero el reencuentro de tu compañía.
15 de septiembre de 1999. Te fuiste por la sombra etérea de los árboles añosos que extendieron sus ramas para prestarte una escalera al cielo. Faltaban dos días para nuestro aniversario cuando una lluvia de claveles blancos, la flor que aprendimos a descubrir juntos, regó el terreno fortaleciendo tu ausencia.
Yo sé que navego entre el hoy y el ayer y que en este viaje debo decidir dónde anclar. Ya estoy más cerca del lago. Se levanta una bruma húmeda y tibia desde su superficie. Los claveles, como empujados por una mano extraña levantan vuelo y se posan sobre el agua que ondea como si hirviera.
Pero está fría, es de plomo y es de nieve. Cuando rozo con la punta del pie izquierdo la superficie de mercurio, una paz indecible se apodera de mi cuerpo y le regala la misma temperatura. Mi pie penetra hasta encontrar tu mano, que me apresa con fuerza, me ubica a tu lado y me retiene hasta calmar mi inquietud, mientras los claveles capturan la superficie cristalina y cierran como una tapa nuestro blanco, frío y cristalino lecho matrimonial.
Ya amanece por el este. Nuestras manos vuelven a anudarse dentro del medio líquido. Iniciamos una danza amorosa como dos seres acuáticos que se entrelazan para desplegar sus dotes de bailarines en el agua.
Afuera, allá lejos, cerca de lo que fue nuestra casa, el tiempo sigue igual; los pasos de los vecinos no se detienen, los vehículos siguen su tránsito diario, los relojes no se derriten: marcan implacables horas humanas.
Y la puerta que me traspasó a este cosmos, se cierra para siempre porque ya no entrarán ramos de claveles blancos por ella.
Ajenos a los egoísmos mundanos nuestra danza toma velocidad y somos una pareja de delfines rasgando la masa transparente que se nos opone en cada evolución.
Nos reunimos en un mundo nuevo donde
el tiempo está detenido y el amor
es ETERNO.

martes, 16 de agosto de 2011

Atracción fatal

Por: Luis Cánepa (Taller 2011/2)

Nunca se me ocurrió preguntarle cómo se llamaba, coartado - como suelo estar - por mi temor al ridículo. Pero ahora, que ya no está entre nosotros, voy a llamarla Ofelia, para darle un sentido más humano a este relato sobre su trágico final.

Ofelia no era de esos que - como yo - malgastan su tiempo haciéndose preguntas sobre el sentido de la vida. Ella se dedicaba íntegramente a vivir. Dueña y esclava de una intuición poderosa, y de un destino claro e inevitable, esos planteos filosóficos le resultaban totalmente ajenos.

Recuerdo con envidia cómo se confiaba a su instinto, sin que le importara el rechazo de los que la juzgaban sin comprenderla. Y de entre todas estas personas mezquinas e implacables, me veo obligado a mencionar a una, cuyo nombre sí conozco: Andrés Ferreyra. Sobre su conciencia embotada pesa, o debería pesar, la muerte de Ofelia.

Prisionero de su egocentrismo, Ferreyra era incapaz de considerar las necesidades de cualquier otro ser que no fuera él. Sus empleados lo apodaban Chupasangre, por la voracidad insomne con la que se apropiaba de sus vidas.

Aquella noche de verano, húmeda y fatal, Ferreyra había salido a la terraza del cabaret del pueblo, al que concurría con regularidad. Entre tantos hombres y mujeres que se amontonaban buscando inútilmente algo de aire fresco, no se percató de la presencia de Ofelia, sola, a dos pasos de distancia. Ella, en cambio, notó su presencia de inmediato. Sabía lo que implicaba sentirse atraída así por un hombre. Conocía demasiado bien esa fuerza ciega, que invariablemente terminaba arrastrándola, más poderosa que cualquier insulto, que cualquier condena.

Finalmente Ferreyra se convenció de que en la terraza del cabaret hacía tanto calor como en el interior, y decidió bajar a tomar otro whisky. Ofelia lo siguió sin que él se diera cuenta. Él se sentó en un rincón oscuro, vaso en mano. Ella se le acercó, lo suficiente como para ser notada, pero la única reacción de él fue un gesto displicente de su mano. Ni siquiera la miró. Ella permaneció muy cerca de él, quieta, en silencio, apoyada contra el respaldo del sillón. Pasaron unos minutos sin que hubiera nuevos gestos de rechazo. Mientras Ferreyra se emborrachaba con su whisky, ella se emborrachaba con el perfume del hombre. Parecía que él finalmente había aceptado su silenciosa proximidad, o por lo menos ya no le molestaba. Ofelia, totalmente embriagada por la cercanía de Ferreyra, entró en una especie de trance, y sin poder medir las consecuencias de sus actos, bajó desde el sillón al piso, y se metió debajo de la mesa. En esa completa oscuridad, guiada y urgida por su instinto, logró superar el último obstáculo que la separaba de Ferreyra: su pantalón. El contacto directo con la piel del hombre terminó de enloquecerla. Comprobó, por última vez, que su boca había sido creada para estar en contacto con esa piel, y que la esencia del hombre era lo único que la hacía sentir viva.

Ferreyra, mientras tanto, no daba ninguna señal, ni de rechazo ni de aceptación. En la oscuridad del cabaret, a nadie parecía importarle lo que estaba pasando debajo de esa mesa, ni siquiera a él. De repente se puso pálido y dejó caer su vaso, casi vacío, al piso. No esperaba encontrarse esa noche con la Tucumana porque, según le habían dicho, había viajado para ver a su familia. Pero ahí estaba ella ahora: alta, corpulenta, morochaza.

-Te dije que no te quería ver más emborrachándote, dijo la Tucumana a modo de saludo.
- Me dijeron que te habías ido a Tucumán.
- ¡No te puedo dejar solo! Dejás ese vaso ahora mismo y te venís conmigo.
- Ahora no puedo.
- ¡Qué carajo no vas a poder! ¡Te venís conmigo ahora!
- ¡Dejáme tranquilo, querés!

La Tucumana agarró la mesa con sus manos fuertes. De un tirón la revoleó y la hizo aterrizar, patas para arriba, a tres metros de distancia, golpeando a varios parroquianos en el camino. Se armó un tumulto y un griterío tan grande que el encargado de seguridad del cabaret ordenó que encendieran las luces. Todos en el boliche hicieron silencio y se dieron vuelta para ver qué estaba pasando. Recién en ese momento, con la mesa revoleada lejos y las luces encendidas, Ferreyra pareció darse cuenta de que Ofelia había estado todo ese tiempo debajo de la mesa. La miró, e instintivamente le pegó un golpe tan fuerte, que le provocó la muerte de forma instantánea. Después se quedó mirando, incrédulo, la mancha de sangre en su mano. Las palabras de Ferreyra, las últimas que escuchó Ofelia antes de morir, le resultaron totalmente incomprensibles, tan incomprensibles como todas las otras palabras que había escuchado en su vida:

- ¡Mierda! ¡Qué pedazo de mosquito!