miércoles, 9 de marzo de 2011

Espejo roto


De: Abraham Stoliar

Conocí a alguien en Buenos Aires que me contó una triste historia. Fue cuando en una sucursal de un barrio groncho de allí, nada que ver con Recoleta, lanzaron una liquidación de fin de temporada y me trasladaron, por ese mes, para dar brillo a la exhibición de prendas íntimas. Ustedes sabes bien que yo luzco la ropa, seduzco, convenzo... y vendo.Bueno, esa alguien que no recuerdo como se llamaba y sólo servía para vestir los culotes de vieja de la mesa “Todo por dos pesos”, era una chusmona pasada de moda y lista para descarte. Hablaba hasta por los codos, y como debía llevar unos sesenta años trabajando allí, conocía vida y señales de medio mundo. ¡La bruja hasta sabía lo que los demás sentían y pensaban! Estaba preocupada porque un jovato que por más de medio siglo pasaba todos los lunes por la calle de la sucursal y se paraba unos segundos, cerca de la vidriera que ocupa toda la ochava, mirando con rostro de infinita tristeza, el balcón de una casa de la acera de enfrente, una semana antes de mi llegada no lo había visto y las dos siguientes tampoco. Poco después se enteró que el pobre tipo había tronado en un accidente. No se sabía si no llegó a ver el cambio de luz del semáforo, o sí lo vio. En fin, era lo mejor que le podía pasar.Les cuento la historia. La vieja conoció al tipo cuando era un pichoncito de 19 años. Un pibe que se asomaba a la vida con ansias de amar, componer poemas y cumplir con ideales, que conoció por pura casualidad, a una piba de 16 en un tranvía (en esa época todavía circulaban por Buenos Aires). Tanto le gusto que la buscó por varios meses, desesperado y sin encontrarla. Ustedes, chicas, saben que en las estrellas está escrito el destino de todos los hombres y de todas nosotras. ¡La volvió a ver en una fiesta familiar! ¿Adivinan cómo se encontraron? ¡En un espejo! ¡Sí chicas, es la pura verdad! Embobados se descubrieron reflejados en él. ¿Se imaginan el espejo guardando para siempre la imagen de los ojos de él besando a los celestes de ella? ¿Conocen algo más romántico? Ella, él, un espejo, la música... faltaban las velas...¡Me emociono tanto al contarlo que si pudiese lloraría!Ese encuentro marcó, para él, un cambio eterno ¡Digo bien: eterno... y no exagero! Una mirada bastó para encender un amor que ni el tiempo, ni la distancia, ni la vida misma pudieron apagar. Los ojos de ella, celestes y de un brillo sin igual, su risa cantarina; su ternura... eran todo para él. No existía palabra más sublime que el nombre de ella. Un nombre que contenía todos los sinónimos que adjetivaban lo bello y lo bueno del cielo y de la tierra; la música celestial; las rimas consonantes; el despertar de los pimpollos de rosa; el susurro de la brisa jugando con las hojas...Decía la vieja que solamente de él podía hablarme sin que los tantos años pasados deformasen sus recuerdos. No dudaba que él estaba perdidamente enamorado. Puede ser que ella también lo estuviese de él... o simplemente fuese una adolescente enamorada del amor.Les gustaba mucho caminar. Buenos Aires, la ciudad palpitante de vida con sus calles, sus plazas, su río... toda ella, gozaba escuchando la alegría de sus risas y viendo las tiernas miradas que delataban su mutuo amor. Su paseo favorito era tomar la avenida San Martín hasta Juan B. Justo; luego Warnes y ellos —la vida que florece soñando despiertos—, de un lado de la calle. Enfrente el paredón del cementerio —la muerte que muere en un dormir sin sueños—, hasta Federico Lacroze; después Cabildo; doblar a la izquierda por Juramento y finalmente llegar a la Costanera celebrando con besos las caricias de su Sol.Pero, chicas, después de tres años de noviazgo, un triste anochecer, ella le dijo: “Lo nuestro terminó”. ¿Qué sucedió? Recuerdo que escuché una poesía: “Dios mueve al jugador y éste la pieza, ¿qué dios, detrás de Dios, la trama empieza...?”. Sí, alguien, o mejor dicho algunos, desplegaron la trama y él movió mal las piezas y perdió su princesa y se quedó sin reina y perdió la partida y condenó su vida.Relataba Clotilde (¡Recordé el nombre de la vieja de cara de porcelana!...mi compañera en esa sucursal de Buenos Aires ¡Por favor, ese no es un nombre sexi para nosotras!) que por varias semanas lo veía llegar, temprano de mañana, y pararse en la ochava con los ojos clavados en el balcón de ella, su amor y dolor eternos, esperando sin esperanzas, que lo viese y se acercase a él. Recordaba, mientras la esperaba, esas mañanas frías de invierno, cuando la buscaba para acompañarla hasta la Escuela Normal. Ella salía a su encuentro con el cabello revuelto por el viento, la sonrisa en la cara fría y en los labios la tibieza de su amor. Una hora más tarde se retiraba usando anteojos oscuros para disimular su llanto. Era el ciego inconsolable de Carriego. Nunca más la volvió a ver, ni tampoco supo nada de ella.Un solo anochecer fue suficiente para que un joven se transformase en un adulto. Buenos Aires, que había sido ella, él, su amor, el amor de los dos, era ahora un vacío de ausencia que él nunca más caminó. Sólo se movilizaba, cuando su trabajo lo exigía, en subterráneo: no toleraba el gris de sol.Les decía que un único anochecer fue suficiente para que un joven se hiciese adulto. El cigarrillo y el whisky, que intentaron sepultar el remordimiento y la congoja de las tardes de domingo, lo volvieron viejo antes de tiempo.Dicen que la mañana del accidente fatal, mientras esperaba el cambio del semáforo, se lo escucho murmurar: las calles sin vos...¡Y ésta no me la van a creer! ¡Les juro que es la verdad! ¡Recuerden que nosotras vemos cosas que otros no pueden! El lunes de la semana pasada, antes de viajar para acá, vi la sombra de un jovencito apoyada en la vidriera de la ochava, que pasó toda una mañana mirando hacía ese balcón.Chicas, ustedes saben que soy muy supersticiosa. Creo que hay cosas que llaman a la mala suerte. ¿No pudo ser que ese espejo, el que debía guardar para siempre la imagen del encuentro de los ojos de ambos, se rompió?¡Basta de pálidas! ¿Tienen idea de lo que fue para mí, una maniquí realista fabricada por un artesano florentino, soportar a Clotilde, una con cuerpo de tela, de esas que usan las modistas, y una cara de porcelana ajada? ¡Ah, ni les cuento del vidrierista! ¡Me toqueteaba mucho cuando me vestía! ¡Era todo un tipazo!

sin título

Myrna Estela Rosas Uribe
De pie frente a esta barda que sostiene el escudo con el que resumes tu esencia, -arte, ciencia, luz-, vienen a mí en un instante los 30 años de mi vida que pasé contigo. Universidad Veracruzana, aunque no posees rostro ni cuerpo, tienes una vida tan tuya que me haces percibirte como persona. Así te viví, así me relacioné contigo, así tomé de ti conocimientos cuando estuve en las aulas de tu Facultad de Psicología, experiencias y satisfacciones laborales cuando participé en algunos nacimientos de tus nuevos servicios, y deseos de superación concretados ante la constante demanda del mundo. Hoy, 16 de abril de 2010, quiero dirigirme a ti para decirte que me voy, que mi ciclo contigo ha concluido. Tengo en la cabeza agolpadas todas las memorias que fui guardando en nuestro día a día; sé que estoy en duelo, pero me siento plena. Te agradezco tanto mi duelo, como mi plenitud, ambos grandes oportunidades de vivir mis emociones. Universidad Veracruzana, muchas gracias, estás en mí.

La Bestia

Abraham Stoliar

                                                                                                           Barcelona
, agosto 8 de 1992.-

Estimado Alejandro:
Hace cinco años, trabajando aún en la redacción de Página 12, logré grabar una comunicación telefónica con un represor conocido en Automotores Orletti como La Bestia. Mi contacto con él fue a través de un secuestrado liberado de ese Centro Clandestino de Detención. El pobre tipo padecía de un severo trastorno de estrés postraumático y era un típico caso del “Síndrome de Estocolmo”.
Acordamos que La Bestia me llamaría a mi casa y yo lo escucharía sin interrumpirlo ni hacerle preguntas.
La misma noche del “reportaje” me amenazaron advirtiéndome que no publicase mi “conversación”. Dos días más tarde me llegó un detallado informe sobre los horarios que cumplía mi hija en la escuela, el trayecto que recorría el transporte escolar, cuando mi esposa la llevaba a natación... Te la hago corta, una semana después estábamos los tres acá, en Barcelona.
Por ahora no pienso regresar. No me ofrece ninguna seguridad un país donde el Presidente indulta, por decreto, a los responsables del mayor genocidio de nuestra historia y de una descabellada e inimaginable aventura bélica.
Te adjunto la transcripción de la cinta de la grabación y dejo a tu criterio si es oportuno y conveniente publicarla.
Un fuerte abrazo.
Nicolás
(Transcripción de la cinta)

—Hoy, 6 de junio de 1987, cumplo 35 años. También es el aniversario de la muerte de mi madre, que falleció a las pocas horas de darme a luz, en su sexto parto del único hijo nacido vivo... ¡Sí soy lo que estás pensando el “666”! Desde pendejo me apodaban “La Bestia”. Si querés saber por qué me llamaban así, pregúntale a alguno que me conoció en Orletti y te lo explicará... siempre que encuentres aunque sea uno solo que le sobren huevos como para recordarme sin cagarse encima.

—Anteayer fue promulgada la Ley de Obediencia Debida. ¿Por lo qué a mí me importa? La cosa no termina con esta última payasada de un gobierno que se hunde solo. Siempre recién comienza... y volverá a comenzar hasta que no quede ninguno... ¡Hasta que no los hagamos mierda a todos!

—Pasé mi infancia y adolescencia en Rosario. De mi infancia recuerdo que mis aptitudes de liderazgo me hicieron el jefe de una pandilla de otros cinco chicos, algunos mayores que yo, que llegamos a ser el azote de nuestro barrio. No quedaba una ventana que no tuviese sus vidrios rotos o un automóvil nuevo que salvase su parabrisas. Nuestro juego favorito era secuestrar gatos de casas de familia, degollarlos y dejar la cabeza en el umbral de la puerta de calle de sus dueños. Aún hoy, si me cruzo con un gato, éste estira las patas, arquea el lomo, se le ponen los pelos de punta, abre los ojos muy grandes y se queda paralizado.

—Para mis maestros de la primaria fui la mayor decepción de sus vidas. Mi natural facilidad de aprendizaje era paralela a mi, también natural, facilidad de transgredir las mínimas normas de una convivencia civilizada. En el colegio secundario me expulsaron en el tercer año por motivos de los que prefiero no hablar... ¡Por hijos de puta!

—A los 18 años me rechazaron de la Escuela de Policía porque salieron a la luz reiteradas denuncias contra mí por peleas, amenazas y daños contra la propiedad... Me hicieron un favor. Esos inútiles no sirven para soldados, sólo saben coimear, manguear pizzas o sacarle guita a los quinieleros, las putas y los pungas.

—No sé que negocios tenía mi viejo con el general Otto Paladino del II Cuerpo de Ejército, con sede en Rosario, pero en marzo de 1973 yo ya era PCI (Personal Civil de Inteligencia) de uno de los grupos de tareas dependientes de un importante PCI conocido como el Mayor Guzmán. El general era uno de los jefes de la Triple A.

—En abril de 1976 me trasladaron a Buenos Aires, pasando a depender del Batallón de Inteligencia 601 con destino en Automotores Orletti, donde cumplí servicio a las órdenes del Mayor Guastavino.

—Disfrutaba tanto de mi trabajo que ocupaba mis francos haciendo horas extras. Por fin me sentía muy orgulloso de mi mismo peleando por mi pueblo, mi raza y el futuro de mi patria. Soy un soldado sin uniforme y sin escudo patrio en la gorra, pero eso sí, uno de los que con la esvástica en el pecho, estamos reescribiendo la historia. Cuando matemos a todos los terroristas subversivos, a los comunistas y socialistas, a la oligarquía judía, a los negros, a los gitanos, a los del ERP, a los montoneros,… tendremos un país libre de esta inmunda lacra, un país ordenado y disciplinado. Como dice nuestro instructor: “Ustedes han sido elegidos para crear una Esparta de rudos y valientes soldados y no una Atenas de tibios intelectuales homosexuales”. Y nos repite continuamente la frase del general Ibérico Saint Jean: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos.”

—En Rosario integraba un grupo de tareas que “emparedaba” y “chupaba” a los que nos mandaban. Acá, en Orletti, no trabajo en la calle; ayudo al interrogador obligándolos a cantar. Aprendí rápido a sacarle provecho a la picana, al “submarino” y a otros juguetes.

—Alquilé un departamento de un ambiente en Flores, cerca de mi trabajo, más grande no necesito. Siempre viví solo y una pareja no necesité. En Orletti tenía argentinas, uruguayas y chilenas para cogerlas hasta hacerlas reventar. Me calentaba hasta el cogote escuchando los alaridos que les arrancaba cuando les picaneaba sus inmundas partes.

—No quiero tener la humildad de los débiles y callar que fui creativo en mi oficio. Convencí al Mayor que nuestras técnicas de interrogatorio eran anticuadas, la mayoría de ellas ya las había utilizado Leopoldo Lugones (h) en 1930, y no infringían el grado de daño psicológico y dolor corporal necesario para arrancar las delaciones esperadas o, en caso contrario, la rudeza del castigo provocaba la muerte antes de la confesión. Necesitábamos con urgencia perfeccionar nuestras prácticas: la presión de la guerrilla subversiva era cada día mayor.

—Mi superior me conectó con un médico apodado “Alberto Mengele” de la ESMA y con el Dr. Jorge Bergés de La Plata. El primero me pareció un loco suelto. El segundo era un experto y eficiente maestro de la tortura que me abrió a un horizonte de procedimientos para mí ignorados. Me facilitó fotocopias de los experimentos de Josef Mengele en Auschwitz, de Sigmund Rascher en Dachau y de otros médicos en campos de exterminio nazis. Yo hablo, leo y escribo perfectamente el alemán; lo aprendí de mi abuelo paterno, un agente del Tercer Reich enviado, en 1933, a la Argentina para nazificar a las comunidades argentino-germanas del área de la Triple Frontera.

—Si hay algo que me da en las bolas es ensuciarme las manos. Trabajo con guantes y me lavo las manos como cien veces por día. Quizás sería por eso que quedé fascinado con las técnicas utilizadas en Auschwitz para fabricar jabón con la grasa de los inmundos judíos. Comentándole mi interés a Bergés, me explicó un sencillo procedimiento que consiste en introducir una cánula a través de una incisión en la piel de las zonas donde abunda grasa, conectarla a una potente bomba de vacío, succionar toda la grasa, purificarla y todo listo para fabricar jabones, velas, cremas y muchas cosas más.

—Me contó, Bergés, una divertida anécdota suya. Estando él en el “pozo” de Guerrero, cercano al Ingenio Ledesma en Jujuy, “chuparon” a un sindicalista colla muy gordo. Como era para “trasladar” (matar y hacer desaparecer el cadáver), el médico del Centro, que era cirujano plástico, probó la técnica de aspirarle la grasa. Le insertó varias cánulas en el cuerpo y en la cara, las conecto a la entrada de aire de un compresor y lo succionó por más de tres horas. El gordo se murió tan flaco y más arrugado que una pasa de uva. Finalmente dejaron tirado el cadáver dentro del Ingenio.

—La cosa no terminó así nomás. Cuando los cañeros “golondrinas” bolivianos encontraron el arrugado cadáver hicieron correr el rumor que por allí andaba un “karasiri” y le tenían más cagazo a esa estúpida superstición que a la policía y la gendarmería juntas. Cuando bajaba el sol, otra que toque de queda: no se veía a ninguno suelto.

—El cuento del karasiri tiene variantes, pero en general este ser adopta la forma de un hombre, vestido como un fraile, que ataca a los que transitan por lugares solitarios, los adormece y les quita todo el sebo o unto; luego los abandona y se marcha adoptando la forma de diferentes animales. Cuando la víctima se despierta supone que todo ha sido un sueño, pero fallece poco después en extrema debilidad. En la época de la conquista española se atribuía a los religiosos católicos transformarse en karasiris y despojar a los pobladores originarios de la grasa para preparar los Santos Oleos, dar brillo a las caras de las imágenes de los santos, untar las campanas para mejorar su sonido, etc. Esta vez el karasiri no era un fraile chupa cirios, sino un ingenioso PCI.

—Justo a mí, que me repugnan los collas —en los alrededores de Rosario eran una plaga—, me vino a contar Bergés esa historia que me dejó caliente para repetirla. Mi abuelo, que era un sabio, decía que las casualidades son causalidades de un Destino que jamás comprenderemos ¡Y la casualidad se dio! A principios de 1981, Arce Gómez, ministro de García Meza Tejada (el dictador boliviano), le pidió a Suárez Mason que hiciese mierda a un colla, natural de Abra Pampa, que reclutaba bolitas en unas villas miserias del Gran Buenos Aires y vía La Quiaca-Villazón se incorporasen al clandestino MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria). La situación no era muy buena por allí y mi Batallón, en el marco del Plan Cóndor, siempre colaboró con los milicos bolivianos. El Mayor me puso al frente del grupo de tareas para localizar y aniquilar esa célula subversiva.

—No faltan los soplones, ni siquiera entre los collas, y no me costó mucho trabajo ubicar la villa miseria y al grupo. Caímos de noche, chupamos al bolita buscado y ametrallamos a los demás. No se salvaron ni las embarazadas a punto de parir, ¿quién va querer un asqueroso collita? Prendimos fuego a esas guaridas de ratas armadas con maderas, plásticos y cartones, y nos largamos enseguida. En esos basurales no hay nada que uno se pueda rapiñar y hacerse de unos mangos extras. Al que chupamos lo llevé a La Plata y junto con Bergés —como competentes karasiris— le aspiramos toda la grasa hasta que crepó. Después arrojamos el asqueroso cadáver arrugado en una villa con infiltrados del COB (Central Obrera Boliviana), para hacerlos cagarse hasta las patas y que no nos metan más en quilombos con el gobierno boliviano.

—Tampoco faltan soplones dentro de los Servicios de Inteligencia. Sé que estoy marcado. La tupida barba que me dejé no es suficiente para que los sobrevivientes de Automotores Orletti no me reconozcan. Nadie que me llegó a conocer allí puede olvidarse del que le decían La Bestia. Mi prestigio de interrogador, bien documentado por la CONADEP, es un problema hasta para mi Batallón.

—Hace unos días que en el departamento de al lado se mudó una pareja joven, por más que lo quieran disimular me huele que pertenecen a algún Servicio.

—Por la ventana estoy viendo un coche estacionado, lleva dos horas en el mismo lugar. Hay cuatro hombres adentro. Reconozco a uno, es de la patota de Gordon. La patente está embarrada. Los faros apagados. Llegó mi hora. Decía mi abuelo: “No hay mayor gloria para un soldado que morir en el combate. Muere el hombre, nace un héroe”.

—Bajaron tres del coche...

—Escucho pasos... Diría mi abuelo: “¡HEIL...!”

(El grabador registró un crujido como de madera despedazada, seguido de un ruido parecido al descorche de una botella. De inmediato se interrumpió la comunicación.)

Creación colectiva a partir de un boceto de Abraham Stoliar

Beatriz Wisemberg, Laura Cristina Rodriguez Kessy, Marina Gago, Gloria Ducos, Abraham Stoliar

DESABROCHANDO BOTONES
París, verano de 1964. Le Monde publica la enloquecedora fotografía de una despeinada Brigitte, cubierta por un vestido que insinuaba, y no tanto destapaba, sus explosivos 29 años. Esa mañana, también por la tarde y los días siguientes, a la mayoría de los cientos de miles, o quizás millones, de machos de la especie humana que vieron la foto (incluso los ciegos por un mecanismo desconocido) se les despertaron vaya a saber que chakrás y sintieron un estremecimiento ardiente que desde la región pudenda ascendía hasta la nuez de Adán. En esos días las señoritas de la Rue de Saint Denis y adyacencias, se vieron obligadas a dar turnos, y ni decir de la preocupación de la Sûretè.

Cuatro décadas después, mientras miraba absorto la foto —y teniendo, por primera vez, una extraña y urgente sensación—, Ildefonso Pérez y Ordoñez recordó un deshonroso episodio de sus 12 años de edad: el padre director del Colegio Jesuita donde cursaba la primaria encontró, oculto en un cuaderno, un recorte de diario con una dama en paños menores (publicidad de una lencería parisina). Aparte de las amonestaciones y el castigo de cuatro horas de plantón en una esquina del aula, el alarmado sacerdote citó a la madre del púber. “Madre (así, con un sustantivo huérfano del adjetivo posesivo, Ildefonso nombraba a su madre) —se dijo a si mismo— me reprendió diciéndome que no era otra cosa que un Pérez sin prosapia, indigno de llevar el apellido Ordoñez, que tantos hijosdalgo piadosos diera al reino de Castilla, y para mayor escarmiento, me impuso rezar arrodillado una novena de cincuenta Rosarios cada día”.

Ildefonso no conoció a su padre, un relojero de Galicia que emigró a París buscando trabajo. Tres lunas antes que él naciese, don Pérez salió a comprar un paquete de Gitanes al kiosco de la esquina y aún, pasado más de medio siglo, no regresó. “Madre decía que había sido cosa de los republicanos ateos exilados en París”

La bendita foto de Brigitte (maldita para los monjes que debieron usar el cilicio y cumplir con todas las horas canónicas durante siete jornadas) alteró la inamovible rutina de Ildefonso (de él y todos los que la vieron). Por ser un funcionario de la Administración Nacional, un constructor de la Quinta República, esa mañana omitió la lectura de los dimes y diretes entre De Gaulle y la OTAN, los choques entre el FNL y la OAS a pesar del Acuerdo de Evian, la aprobación de la “píldora anticonceptiva” por la FDA. Finalmente guardó Le Monde en su portafolio, se acomodó su traje gris oscuro de funcionario y abrocho los tres botones del saco. Volvió a sacar el diario, miró la foto, sintió la inexplicable opresión en la raíz del cuello y salió a cumplir sus deberes.

(La desmedida ambición de alcanzar posiciones de poder y la absoluta falta de escrúpulos en la satisfacción obsecuente de los deseos de sus superiores, le allanaron el camino para “trepar pisando cabezas” y lograr el puesto de Jefe de la Oficina de Control del Ausentismo en el área de recursos humanos de un ministerio nacional. Desde esa posición podía dar rienda suelta a un inflexible despotismo hacía sus subordinados y cumplir con el rol que la República, que lo necesitaba, le demandaba.)

Antes de ir a su oficina decidió auditar a los médicos inspectores que otorgan las licencias laborales por enfermedad del agente o familiares a su cuidado. Además llegaría más tarde a su oficina y sorprendería a su personal aprovechando “que el lobo no está”. La auditoria la efectuó en una clínica donde una agente del ministerio cuidaba a su hijo de cuatro años, internado en el establecimiento, haciendo uso de la licencia reglamentaria que contemplaba esa situación. La madre no estaba, en ese momento, junto a su hijo y en su lugar encontró al padre del enfermo. Inútiles resultaron los esfuerzos del hombre para hacerle entender (comprender no podía por carecer de empatía) que su esposa, agotada después de tres angustiosos días que pasó en vela acompañando a su hijo en la Unidad de Terapia Intensiva, fue a dormir, por unas horas, a su casa. Levantó un acta que tuvieron que firmar el esposo de la agente, dos enfermeras en calidad de testigos, el médico tratante y el director de la clínica. Se retiró enojado (y por qué no triunfante). Elevaría el pedido de la sanción pertinente a su superior inmediato.

A paso rápido se dirigió al ministerio. En el camino tuvo que aminorar su marcha para no atropellar a una pareja de jóvenes besándose. ¡Qué desfachatez! ¡Besándose en plena calle y delante de todos! ¡Besándose en la boca!
Experimentó el mismo horror que sintió cuando la hermanita de un compañero de primer grado lo arrinconó y lo besó en la boca. “Madre —recordó— me hizo enjuagar la boca con agua oxigenada tres veces al día durante una semana”.

Llegó al ministerio como un felino al acecho. Sorprendería a todos in fraganti. El ascensorista simuló dificultades en el cierre de las puertas mientras un ordenanza avisaba, por teléfono, a su oficina que el monstruo había llegado. Antes de entrar, se detuvo en la puerta para escuchar, complacido, el veloz teclear de las máquinas de escribir. Todo en perfecto orden. Su “Bonjour Madames” fue respondido al unísono por nueve voces: “Bonjour Monsieur Pérez et Ordoñez” y en su interior resonó “Le jour de gloire est arrivé!”

En la amplia oficina, con las paredes cubiertas por estanterías atestadas de expedientes, con cinco escritorios de un lado, en el otro cuatro cercanos y un quinto alejado de los demás, él del Señor Jefe, lo esperaba su secretaria, Liliana López. (Delgada, diminuta. “Cosita de nada”, se decía ella misma cuando se veía en el espejo. Rubiecita, con unos lindos ojos verdes. Nadie diría que estaba por cumplir los treinta y cinco años. Dócil, sumisa, tan tímida que bastaba mirarla para que se ruborizase y se largase a llorar. Sentía admiración por su jefe, era tan recto, tan exigente y tan firme como su querido y llorado padre —un fanático y cascarrabias euskera republicano y anarco-comunista exilado—... y él ni la miraba cuando le daba órdenes). Liliana acomodó rápidamente la banderita tricolor sujeta a un pequeño mástil sobre el escritorio de su jefe y con un expediente en la mano se animo a decirle, balbuceando, que lo había retenido antes de elevarlo a la dirección... El furibundo funcionario pegó un alarido, se había incurrido en desobediencia (insubordinación fue la palabra que utilizó) y mora de parte de la administración y... Cuando dejó de gritar, la vocecita de la frágil secretaria le explicó que en ese expediente el Señor Jefe había avalado con su firma un garrafal error que involuntariamente se había deslizado. Añadió “con tantos expedientes y memorandos que Monsieur Pérez et Ordoñez firma por día...”. Y por primera vez escuchó: “Gracias Liliana (y no Madeimoselle López), no sé que haría sin usted” y mientras caminaba hacía su escritorio, murmuró: “Yo sí sé, Ildefonso, lo que haría con vos...”.

A la mañana siguiente, esperaba al Sr. Jefe una sonriente Liliana. Maquillada, con tacos altos y el guardapolvo desabrochado que descubría una traslúcida blusa, también con sus dos primeros botones desabrochados, y una pollera a cuatro traveses de dedo por encima de las rodillas. Ildefonso Pérez y Ordoñez, Jefe de la Oficina de Control del Ausentismo, sentado en su escritorio, le dijo en un tono muy severo: “Madeimoselle, su categoría en el escalafón es demasiado baja para llevar el guardapolvo desabrochado. Así que ya mismo lo abrocha hasta el último botón ¡Y también todos los botones de su blusa! No olvide que estamos en una oficina de la Administración Pública de la Quinta República”. Con el expediente de su auditoria en la clínica salió para ver al Director; ya en la puerta le gritó: “¡Y por favor, deje de hacer ruido con sus tacos en esta oficina!”. Por el camino murmuraba: “Será posible que no entiendan la importancia de tener todos los botones abrochados”. Liliana López, encerrada en el baño de damas, murmuraba también entre suspiros y lágrimas: “Lo adoro... cuando se enoja es idéntico a mi querido papá.”

Un día más tarde Liliana tomaba sus vacaciones. Los dos años anteriores no había hecho uso de su licencia por no dejar solo a su Ildefonso. Pensó que si lo dejase solo el notaría su ausencia y hasta quizás llegaría a extrañarla. Admiradora de la epopeya revolucionaria cubana, soñaba, mejor dicho deliraba, con visitar la heroica isla. Con su salario era un imposible, pero el imposible no existe, no es otra cosa que un poco probable y, como en los “había una vez” de hadas, sucedió que una insólita promoción de viajes a la isla de Cuba, realizada por la Línea Aérea Cubana con pilotos entrenados en Francia, embarca a Liliana en uno de esos vuelos. Sin saberlo, se interna en un viaje emocional que transformará su vida.

La vida imita a los cuentos y los personajes reales a los de ficción. Los cuentos cuentan dos historias y en la vida real nuestros Ildefonso y Liliana vivieron, también, dos historias paralelas. Él en la París de De Gaulle. Ella en la Cuba de Fidel y el Che.

Liliana experimentó el primer impacto cuando las azafatas pasan, entre los pasajeros, bandejas comunitarias con bocaditos, advirtiendo que se debía tomar ¡sólo uno! Preludio de la solidaridad, educación, dignidad, frescura y compromiso del pueblo cubano.

La recibió un enorme cartel: "Somos un eterno Baraguá" y un histórico Chevrolet Bel Air 1954, cortesía de la
compañía aérea. El Bel Air rodaba y rodaba, y por los ojos y el corazón de Liliana pasaban imágenes de La Habana: el Templete, la Casa del Ron, la Plaza de la Revolución, el Malecón y el Cacique Hatuey y los esclavos negros y Manuel de Céspedes y José Martí y Ernesto "Che” Guevara y Camilo Cienfuegos y Nicolás Guillén, muertos y vivos, todos unidos por el mismo grito de independencia.

Ildefonso, solo y solitario, sentado en su escritorio. Sacó de su portafolio, una y mil veces, el Le Monde de la fotografía y por instantes, como flashes, la cara que veía no era la de la Brigitte, (todos los sueños dentro de un sueño), sino la de Liliana. Dejó de salir apurado de la oficina para ocuparse de los relojes (dedicaba todos sus momentos libres a reparar y mantener viejos relojes; darles cuerda a más de cien relojes —de pulsera, de píe, colgados de las paredes... hasta un cucú del siglo XVIII—, que con sus hipnóticos tic tac, estaban dispersos por todo el departamento, consumía parte de su día), y comenzó a pasear por Montmartre y descubrió que existían deliciosas parisinas de melena corta, boina negra, pañuelo rojo anudado al cuello... y miradas que le hacían bajar los ojos. Cruzaba el Sena, y en la ribera izquierda, en Montparnasse, se sentaba en la mesa callejera de un café para mirar —sin que se le escape ni siquiera una—, a las indiferentes inglesas que atravesaban el canal para exhibir el infartante invento de la diseñadora Mary Quant: la minifalda a 15 centímetros por encima de la rodilla. Descubrió además a los Beatles, al recién llegado Pink Floyd y comprendió lo que Edith Piaf, fallecida hacía diez meses, le decía en “La vie en rose”. No comprendía, o no quería comprender, por qué tanto en las parisinas de Montmartre o en las londinenses de Montparnasse, siempre veía a Liliana. Tampoco por qué, desde el disco, los Beatles, Charles Aznavour, y hasta Edith Piaf le hablaban de Liliana. “O es que bajo el cielo de París sólo existe Liliana”, pensó.

En La Habana coloridos grafitis declamaban desde las paredes "Cada día más cubanos" y Liliana se sintió una cubana más. Conoció los atractivos naturales, el olor, el paisaje exuberante, ese mar tropical — mítico y cargado de leyendas, de aguas claras y apacibles, con ricas barreras coralinas—, las playas de arena fina y el placer de saborear una langosta y frutos deliciosos bajo el abrazo de las palmeras. La gente pasaba, y volvía a pasar, con su verborragia y su picardía, la música, la alegría y la percepción de una sociedad feliz.

Ildefonso se permitió aceptar que extrañaba a Liliana. También se arrepentía del maltrato hacía ella. ¿Qué le había pasado el día que la vio tan linda? La respuesta la tuvo mirando, una vez más, la foto de Le Monde: ¡Vio a Liliana! Plegó el diario y rápidamente lo ocultó en su portafolio ¡Estaba celoso! ¡No quería que nadie la viese tan linda! ¡Nadie, excepto él!


Una mañana, en una playa del Atlántico, bajo el sol fulgurante, Liliana practica snorkel guiada por un ingeniero naval,
un mestizo de piel dorada y ojos verdes (como los de ella) que exhalaba ternura y orgullo. El sonido melodioso de un bolero y la frescura de un mojito —peligrosa combinación— esperan por Liliana. Al atardecer, cuando —danzando y bebiendo— su anfitrión le muestra el rayo verde en la puesta de sol, Liliana cree que los sueños de conocer el paraíso no eran tan inalcanzables ¡Por lo menos en vacaciones!

Faltaban tres días para que Liliana terminase sus vacaciones. Ildefonso, camino a Montmartre, pasa por un kiosco de diarios y un título de Le Figaro lo detiene: “FRANCESES EN EL PARAÍSO CUBANO”, “Sol caribeño, mar y arena, mojitos, boleros, salsa, guaguancó y mucho más...”. Una fotografía muestra una mujer, de espaldas, bailando muy abrazada... ¡No puede ser Liliana! ¡Sí, tiene una melena igual a la de ella! ¡No es! ¡Sí, es!... Compra el diario y desesperado entra a un café de mala muerte. Él, que nunca bebió otra cosa que agua mineral, pide un whisky on the rocks y lo toma de un trago. Tambaleando y con el estómago revuelto, intenta salir, pero cae sobre una mesa ocupada por seis argelinos y vomita encima de uno de ellos. Gritos, golpes, sillas que vuelan, silbatos de vigilantes y el ulular de la sirena de los patrulleros. Tuvo suerte, estaban por subirlo al vehículo de traslado de detenidos, cuando es reconocido por un policía que vive en el mismo edificio que él. Monsieur Pérez et Ordoñez fue llevado a su domicilio por un patrullero.

Una Liliana borracha de sensaciones desconocidas emprende el regreso a París y a los brazos de Ildefonso. Durante todo el viaje suspira, murmura “Ildefonso, mon amour” y tararea “C’est si bon...”. La anciana sentada al lado de ella sonríe al escucharla y se duerme musitando “L’amour... l’amour”.

Un día después, el perplejo personal de la oficina ve entrar a su jefe con un traje claro (por supuesto con los tres botones abrochados). Frente a ese cambio una de las empleadas, la más antigua, se animó a pedirle que no diese curso a la sanción para la agente del Ministerio que auditó en la clínica y no encontró cuidando a su hijo. Todos quedaron estupefactos al escucharle decir: “¡Pobre mujer, estaría exhausta después de tres días y sus noches al lado de su hijo! ¿El niño está bien?”.

Un día antes de terminar su licencia, Liliana bronceada y radiante, entró a la oficina y se dirigió al escritorio de su jefe. Lo saludo con un apretón de manos y le dijo:

—¿Puedo pedirle un favor, Monsieur?

—Sí —, balbuceo confundido.

—Necesito que esta tarde pase usted por mi departamento —le dijo resuelta.

—Usted sabe Liliana, que el Estatuto...

—Sí, lo sé, pero no puedo ingresar al Ministerio con la botella de ron que le traje...

—No bebo Liliana...

—Y un reloj pesado para mí... Bueno, lo espero —, y besándolo en la mejilla se fue no sin antes decirle: “Esa corbata le queda muy bien con el traje claro”. Ildefonso se tocó la mejilla del beso y pensó: “Au revoir, mon maman”.

En la geometría las paralelas jamás se cruzan. En la vida real, plagiando a los cuentos, cualquier cosa puede pasar con las historias paralelas.

Esa tarde, en el departamento de Liliana, el formal Ildefonso con los tres botones de su saco abrochados, no podía apartar su vista del nacimiento de los bronceados pechos que dejaban ver los dos botones desabrochados de la blusa de Liliana, y preguntarse hasta dónde llegaría ese tono... Liliana lo percibió, secdesabrochó el resto de los botones y se acercó a Ildefonso, le desabrocho los tres botones de su saco... y cerrando sus verdes ojos, recordó a Pablo Neruda: “En un beso sabrás todo lo que he callado”.

Dormir en gris

Marta Hrybowicz
Estoy.
Se relajan en mis fibras espumas grises, haluros de plata fría. Quiebro la urbanidad y en la sala despojada permito la luz. Mis pies, caminantes peregrinos, se alzan, se estiran, se apoyan. No bailo.
A. dejó un folleto sobre la mesa y sus colores huyeron por la ventana, eclipsando el arco iris.

Estoy.
Y ella me entra en la sangre, lenta serpiente invisible que tarda. Sé que se enrosca en la mielina blanca de mis vértebras, pequeña devoradora de largo asesinato. Dejo que me corroa. Me aflojo en penumbras. El pájaro me cuenta un final triste.

Estoy.

lunes, 7 de marzo de 2011

Balada para un amor trunco

De Laura Cristina Rodríguez Kessy

La ciudad.
Conocí a alguien en Córdoba que encontró allí un amor que la ancló a esa ciudad como a la revolucionaria y romántica
París de sus sueños juveniles.
A inicios de los '70,en esa ciudad de espíritu rebelde, humor a flor de piel,personajes pintorescos,luchas imborrables, enamorarse era una aventura donde confluían el caos y la pasión,la audacia y el miedo,el compromiso colectivo y la historia individual para construir el camino de dos juntos;dos estudiantes pletóricos de contradicciones,anhelos,ilusiones y el temor de no servir para nada.Enamorarse era también descubrirse entre el pudor y el deseo,la torpeza y el aprendizaje,el asombro y el deleite;hacer el amor,una y otra vez,con ganas,con alegría,con el convencimiento de contar con todo el tiempo del mundo.Era adentrarse en el misterio del otro intentando abarcar lo inasible que mora en lo profundo;compartir sus dudas,respetar sus proyectos.
Era asustarse por un sentimiento que se intuye definitivo,
que crece y crece intrépido y desafiante.Porque ella está
en la mitad de la carrera,porque él aspira a completar su
formación en el extranjero.Pablo y Virginia se llamaban.
Recortes de la memoria:
Dos jóvenes comparten el cepillo de dientes.A ella le fascinan los pelitos de su pecho.El fantasea con sus senos
en todos los escotes.Ellos no lo saben,no repetirán con nadie esa experiencia.
Dos cuerpos desnudos a los pies de una cama,comentan el alto el fuego entre Egipto e Israel,que la Península de
Sinaí,que las alturas de Golán se ubican aquí o allá,que yo
sé geografía,compiten y dibujan en las sábanas,desordenadas
por el encuentro amoroso y el calor de enero.Ellos no lo
saben,esos gestos marcarán su historia.
El se va,se despiden,no pueden separarse,sus bocas no pueden despegarse,el chofer apura,alguien dice "soltá",
sube al ómnibus.Ella queda abajo,parece tranquila,alguien
dice "las tranquilas aguas de tanque".Ellos no lo saben,
pasarán más de treinta años para que vuelvan a tener contacto.
La Balada.
Sumergirse en la ensoñación de los recuerdos,
desandar el camino,
internarse en las huellas
que se creen borradas.
Volver hacia atrás
a tientas,buceando,
buscando los signos
que siguen ahí.
Un rostro borroso
un temblor imperceptible
un susurro lejano
la marca del amor trunco.
Y una pregunta que
nunca nadie podrá responder.
Vos y yo nos perdimos
y al perdernos ¿qué nos perdimos?.
La ciudad.
Han pasado más de treinta años,ella recorre la ciudad con
la sensación de que cada lugar compartido tiene aún el mismo significado.Todo está igual:las casas donde vivieron,
las prestadas como refugio cómplice,las calles que guardaron sus pasos,la universidad,los escenarios de las
barricadas y las manifestaciones,Colón y Gral Paz,Bv.San
Juan y la Cañada van pasando frente a sus ojos como una
reproducción perfecta de la máquina de Morel.
Entonces vuelve a renovar su amor por Córdoba acuciada por
una pregunta que nunca nadie podrá responder:Vos y yo nos
perdimos y al perdernos ¿qué nos perdimos?.

Imagen: Diana Chorne Lo indecible