miércoles, 9 de marzo de 2011

La Bestia

Abraham Stoliar

                                                                                                           Barcelona
, agosto 8 de 1992.-

Estimado Alejandro:
Hace cinco años, trabajando aún en la redacción de Página 12, logré grabar una comunicación telefónica con un represor conocido en Automotores Orletti como La Bestia. Mi contacto con él fue a través de un secuestrado liberado de ese Centro Clandestino de Detención. El pobre tipo padecía de un severo trastorno de estrés postraumático y era un típico caso del “Síndrome de Estocolmo”.
Acordamos que La Bestia me llamaría a mi casa y yo lo escucharía sin interrumpirlo ni hacerle preguntas.
La misma noche del “reportaje” me amenazaron advirtiéndome que no publicase mi “conversación”. Dos días más tarde me llegó un detallado informe sobre los horarios que cumplía mi hija en la escuela, el trayecto que recorría el transporte escolar, cuando mi esposa la llevaba a natación... Te la hago corta, una semana después estábamos los tres acá, en Barcelona.
Por ahora no pienso regresar. No me ofrece ninguna seguridad un país donde el Presidente indulta, por decreto, a los responsables del mayor genocidio de nuestra historia y de una descabellada e inimaginable aventura bélica.
Te adjunto la transcripción de la cinta de la grabación y dejo a tu criterio si es oportuno y conveniente publicarla.
Un fuerte abrazo.
Nicolás
(Transcripción de la cinta)

—Hoy, 6 de junio de 1987, cumplo 35 años. También es el aniversario de la muerte de mi madre, que falleció a las pocas horas de darme a luz, en su sexto parto del único hijo nacido vivo... ¡Sí soy lo que estás pensando el “666”! Desde pendejo me apodaban “La Bestia”. Si querés saber por qué me llamaban así, pregúntale a alguno que me conoció en Orletti y te lo explicará... siempre que encuentres aunque sea uno solo que le sobren huevos como para recordarme sin cagarse encima.

—Anteayer fue promulgada la Ley de Obediencia Debida. ¿Por lo qué a mí me importa? La cosa no termina con esta última payasada de un gobierno que se hunde solo. Siempre recién comienza... y volverá a comenzar hasta que no quede ninguno... ¡Hasta que no los hagamos mierda a todos!

—Pasé mi infancia y adolescencia en Rosario. De mi infancia recuerdo que mis aptitudes de liderazgo me hicieron el jefe de una pandilla de otros cinco chicos, algunos mayores que yo, que llegamos a ser el azote de nuestro barrio. No quedaba una ventana que no tuviese sus vidrios rotos o un automóvil nuevo que salvase su parabrisas. Nuestro juego favorito era secuestrar gatos de casas de familia, degollarlos y dejar la cabeza en el umbral de la puerta de calle de sus dueños. Aún hoy, si me cruzo con un gato, éste estira las patas, arquea el lomo, se le ponen los pelos de punta, abre los ojos muy grandes y se queda paralizado.

—Para mis maestros de la primaria fui la mayor decepción de sus vidas. Mi natural facilidad de aprendizaje era paralela a mi, también natural, facilidad de transgredir las mínimas normas de una convivencia civilizada. En el colegio secundario me expulsaron en el tercer año por motivos de los que prefiero no hablar... ¡Por hijos de puta!

—A los 18 años me rechazaron de la Escuela de Policía porque salieron a la luz reiteradas denuncias contra mí por peleas, amenazas y daños contra la propiedad... Me hicieron un favor. Esos inútiles no sirven para soldados, sólo saben coimear, manguear pizzas o sacarle guita a los quinieleros, las putas y los pungas.

—No sé que negocios tenía mi viejo con el general Otto Paladino del II Cuerpo de Ejército, con sede en Rosario, pero en marzo de 1973 yo ya era PCI (Personal Civil de Inteligencia) de uno de los grupos de tareas dependientes de un importante PCI conocido como el Mayor Guzmán. El general era uno de los jefes de la Triple A.

—En abril de 1976 me trasladaron a Buenos Aires, pasando a depender del Batallón de Inteligencia 601 con destino en Automotores Orletti, donde cumplí servicio a las órdenes del Mayor Guastavino.

—Disfrutaba tanto de mi trabajo que ocupaba mis francos haciendo horas extras. Por fin me sentía muy orgulloso de mi mismo peleando por mi pueblo, mi raza y el futuro de mi patria. Soy un soldado sin uniforme y sin escudo patrio en la gorra, pero eso sí, uno de los que con la esvástica en el pecho, estamos reescribiendo la historia. Cuando matemos a todos los terroristas subversivos, a los comunistas y socialistas, a la oligarquía judía, a los negros, a los gitanos, a los del ERP, a los montoneros,… tendremos un país libre de esta inmunda lacra, un país ordenado y disciplinado. Como dice nuestro instructor: “Ustedes han sido elegidos para crear una Esparta de rudos y valientes soldados y no una Atenas de tibios intelectuales homosexuales”. Y nos repite continuamente la frase del general Ibérico Saint Jean: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos.”

—En Rosario integraba un grupo de tareas que “emparedaba” y “chupaba” a los que nos mandaban. Acá, en Orletti, no trabajo en la calle; ayudo al interrogador obligándolos a cantar. Aprendí rápido a sacarle provecho a la picana, al “submarino” y a otros juguetes.

—Alquilé un departamento de un ambiente en Flores, cerca de mi trabajo, más grande no necesito. Siempre viví solo y una pareja no necesité. En Orletti tenía argentinas, uruguayas y chilenas para cogerlas hasta hacerlas reventar. Me calentaba hasta el cogote escuchando los alaridos que les arrancaba cuando les picaneaba sus inmundas partes.

—No quiero tener la humildad de los débiles y callar que fui creativo en mi oficio. Convencí al Mayor que nuestras técnicas de interrogatorio eran anticuadas, la mayoría de ellas ya las había utilizado Leopoldo Lugones (h) en 1930, y no infringían el grado de daño psicológico y dolor corporal necesario para arrancar las delaciones esperadas o, en caso contrario, la rudeza del castigo provocaba la muerte antes de la confesión. Necesitábamos con urgencia perfeccionar nuestras prácticas: la presión de la guerrilla subversiva era cada día mayor.

—Mi superior me conectó con un médico apodado “Alberto Mengele” de la ESMA y con el Dr. Jorge Bergés de La Plata. El primero me pareció un loco suelto. El segundo era un experto y eficiente maestro de la tortura que me abrió a un horizonte de procedimientos para mí ignorados. Me facilitó fotocopias de los experimentos de Josef Mengele en Auschwitz, de Sigmund Rascher en Dachau y de otros médicos en campos de exterminio nazis. Yo hablo, leo y escribo perfectamente el alemán; lo aprendí de mi abuelo paterno, un agente del Tercer Reich enviado, en 1933, a la Argentina para nazificar a las comunidades argentino-germanas del área de la Triple Frontera.

—Si hay algo que me da en las bolas es ensuciarme las manos. Trabajo con guantes y me lavo las manos como cien veces por día. Quizás sería por eso que quedé fascinado con las técnicas utilizadas en Auschwitz para fabricar jabón con la grasa de los inmundos judíos. Comentándole mi interés a Bergés, me explicó un sencillo procedimiento que consiste en introducir una cánula a través de una incisión en la piel de las zonas donde abunda grasa, conectarla a una potente bomba de vacío, succionar toda la grasa, purificarla y todo listo para fabricar jabones, velas, cremas y muchas cosas más.

—Me contó, Bergés, una divertida anécdota suya. Estando él en el “pozo” de Guerrero, cercano al Ingenio Ledesma en Jujuy, “chuparon” a un sindicalista colla muy gordo. Como era para “trasladar” (matar y hacer desaparecer el cadáver), el médico del Centro, que era cirujano plástico, probó la técnica de aspirarle la grasa. Le insertó varias cánulas en el cuerpo y en la cara, las conecto a la entrada de aire de un compresor y lo succionó por más de tres horas. El gordo se murió tan flaco y más arrugado que una pasa de uva. Finalmente dejaron tirado el cadáver dentro del Ingenio.

—La cosa no terminó así nomás. Cuando los cañeros “golondrinas” bolivianos encontraron el arrugado cadáver hicieron correr el rumor que por allí andaba un “karasiri” y le tenían más cagazo a esa estúpida superstición que a la policía y la gendarmería juntas. Cuando bajaba el sol, otra que toque de queda: no se veía a ninguno suelto.

—El cuento del karasiri tiene variantes, pero en general este ser adopta la forma de un hombre, vestido como un fraile, que ataca a los que transitan por lugares solitarios, los adormece y les quita todo el sebo o unto; luego los abandona y se marcha adoptando la forma de diferentes animales. Cuando la víctima se despierta supone que todo ha sido un sueño, pero fallece poco después en extrema debilidad. En la época de la conquista española se atribuía a los religiosos católicos transformarse en karasiris y despojar a los pobladores originarios de la grasa para preparar los Santos Oleos, dar brillo a las caras de las imágenes de los santos, untar las campanas para mejorar su sonido, etc. Esta vez el karasiri no era un fraile chupa cirios, sino un ingenioso PCI.

—Justo a mí, que me repugnan los collas —en los alrededores de Rosario eran una plaga—, me vino a contar Bergés esa historia que me dejó caliente para repetirla. Mi abuelo, que era un sabio, decía que las casualidades son causalidades de un Destino que jamás comprenderemos ¡Y la casualidad se dio! A principios de 1981, Arce Gómez, ministro de García Meza Tejada (el dictador boliviano), le pidió a Suárez Mason que hiciese mierda a un colla, natural de Abra Pampa, que reclutaba bolitas en unas villas miserias del Gran Buenos Aires y vía La Quiaca-Villazón se incorporasen al clandestino MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria). La situación no era muy buena por allí y mi Batallón, en el marco del Plan Cóndor, siempre colaboró con los milicos bolivianos. El Mayor me puso al frente del grupo de tareas para localizar y aniquilar esa célula subversiva.

—No faltan los soplones, ni siquiera entre los collas, y no me costó mucho trabajo ubicar la villa miseria y al grupo. Caímos de noche, chupamos al bolita buscado y ametrallamos a los demás. No se salvaron ni las embarazadas a punto de parir, ¿quién va querer un asqueroso collita? Prendimos fuego a esas guaridas de ratas armadas con maderas, plásticos y cartones, y nos largamos enseguida. En esos basurales no hay nada que uno se pueda rapiñar y hacerse de unos mangos extras. Al que chupamos lo llevé a La Plata y junto con Bergés —como competentes karasiris— le aspiramos toda la grasa hasta que crepó. Después arrojamos el asqueroso cadáver arrugado en una villa con infiltrados del COB (Central Obrera Boliviana), para hacerlos cagarse hasta las patas y que no nos metan más en quilombos con el gobierno boliviano.

—Tampoco faltan soplones dentro de los Servicios de Inteligencia. Sé que estoy marcado. La tupida barba que me dejé no es suficiente para que los sobrevivientes de Automotores Orletti no me reconozcan. Nadie que me llegó a conocer allí puede olvidarse del que le decían La Bestia. Mi prestigio de interrogador, bien documentado por la CONADEP, es un problema hasta para mi Batallón.

—Hace unos días que en el departamento de al lado se mudó una pareja joven, por más que lo quieran disimular me huele que pertenecen a algún Servicio.

—Por la ventana estoy viendo un coche estacionado, lleva dos horas en el mismo lugar. Hay cuatro hombres adentro. Reconozco a uno, es de la patota de Gordon. La patente está embarrada. Los faros apagados. Llegó mi hora. Decía mi abuelo: “No hay mayor gloria para un soldado que morir en el combate. Muere el hombre, nace un héroe”.

—Bajaron tres del coche...

—Escucho pasos... Diría mi abuelo: “¡HEIL...!”

(El grabador registró un crujido como de madera despedazada, seguido de un ruido parecido al descorche de una botella. De inmediato se interrumpió la comunicación.)

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