miércoles, 9 de marzo de 2011

Creación colectiva a partir de un boceto de Abraham Stoliar

Beatriz Wisemberg, Laura Cristina Rodriguez Kessy, Marina Gago, Gloria Ducos, Abraham Stoliar

DESABROCHANDO BOTONES
París, verano de 1964. Le Monde publica la enloquecedora fotografía de una despeinada Brigitte, cubierta por un vestido que insinuaba, y no tanto destapaba, sus explosivos 29 años. Esa mañana, también por la tarde y los días siguientes, a la mayoría de los cientos de miles, o quizás millones, de machos de la especie humana que vieron la foto (incluso los ciegos por un mecanismo desconocido) se les despertaron vaya a saber que chakrás y sintieron un estremecimiento ardiente que desde la región pudenda ascendía hasta la nuez de Adán. En esos días las señoritas de la Rue de Saint Denis y adyacencias, se vieron obligadas a dar turnos, y ni decir de la preocupación de la Sûretè.

Cuatro décadas después, mientras miraba absorto la foto —y teniendo, por primera vez, una extraña y urgente sensación—, Ildefonso Pérez y Ordoñez recordó un deshonroso episodio de sus 12 años de edad: el padre director del Colegio Jesuita donde cursaba la primaria encontró, oculto en un cuaderno, un recorte de diario con una dama en paños menores (publicidad de una lencería parisina). Aparte de las amonestaciones y el castigo de cuatro horas de plantón en una esquina del aula, el alarmado sacerdote citó a la madre del púber. “Madre (así, con un sustantivo huérfano del adjetivo posesivo, Ildefonso nombraba a su madre) —se dijo a si mismo— me reprendió diciéndome que no era otra cosa que un Pérez sin prosapia, indigno de llevar el apellido Ordoñez, que tantos hijosdalgo piadosos diera al reino de Castilla, y para mayor escarmiento, me impuso rezar arrodillado una novena de cincuenta Rosarios cada día”.

Ildefonso no conoció a su padre, un relojero de Galicia que emigró a París buscando trabajo. Tres lunas antes que él naciese, don Pérez salió a comprar un paquete de Gitanes al kiosco de la esquina y aún, pasado más de medio siglo, no regresó. “Madre decía que había sido cosa de los republicanos ateos exilados en París”

La bendita foto de Brigitte (maldita para los monjes que debieron usar el cilicio y cumplir con todas las horas canónicas durante siete jornadas) alteró la inamovible rutina de Ildefonso (de él y todos los que la vieron). Por ser un funcionario de la Administración Nacional, un constructor de la Quinta República, esa mañana omitió la lectura de los dimes y diretes entre De Gaulle y la OTAN, los choques entre el FNL y la OAS a pesar del Acuerdo de Evian, la aprobación de la “píldora anticonceptiva” por la FDA. Finalmente guardó Le Monde en su portafolio, se acomodó su traje gris oscuro de funcionario y abrocho los tres botones del saco. Volvió a sacar el diario, miró la foto, sintió la inexplicable opresión en la raíz del cuello y salió a cumplir sus deberes.

(La desmedida ambición de alcanzar posiciones de poder y la absoluta falta de escrúpulos en la satisfacción obsecuente de los deseos de sus superiores, le allanaron el camino para “trepar pisando cabezas” y lograr el puesto de Jefe de la Oficina de Control del Ausentismo en el área de recursos humanos de un ministerio nacional. Desde esa posición podía dar rienda suelta a un inflexible despotismo hacía sus subordinados y cumplir con el rol que la República, que lo necesitaba, le demandaba.)

Antes de ir a su oficina decidió auditar a los médicos inspectores que otorgan las licencias laborales por enfermedad del agente o familiares a su cuidado. Además llegaría más tarde a su oficina y sorprendería a su personal aprovechando “que el lobo no está”. La auditoria la efectuó en una clínica donde una agente del ministerio cuidaba a su hijo de cuatro años, internado en el establecimiento, haciendo uso de la licencia reglamentaria que contemplaba esa situación. La madre no estaba, en ese momento, junto a su hijo y en su lugar encontró al padre del enfermo. Inútiles resultaron los esfuerzos del hombre para hacerle entender (comprender no podía por carecer de empatía) que su esposa, agotada después de tres angustiosos días que pasó en vela acompañando a su hijo en la Unidad de Terapia Intensiva, fue a dormir, por unas horas, a su casa. Levantó un acta que tuvieron que firmar el esposo de la agente, dos enfermeras en calidad de testigos, el médico tratante y el director de la clínica. Se retiró enojado (y por qué no triunfante). Elevaría el pedido de la sanción pertinente a su superior inmediato.

A paso rápido se dirigió al ministerio. En el camino tuvo que aminorar su marcha para no atropellar a una pareja de jóvenes besándose. ¡Qué desfachatez! ¡Besándose en plena calle y delante de todos! ¡Besándose en la boca!
Experimentó el mismo horror que sintió cuando la hermanita de un compañero de primer grado lo arrinconó y lo besó en la boca. “Madre —recordó— me hizo enjuagar la boca con agua oxigenada tres veces al día durante una semana”.

Llegó al ministerio como un felino al acecho. Sorprendería a todos in fraganti. El ascensorista simuló dificultades en el cierre de las puertas mientras un ordenanza avisaba, por teléfono, a su oficina que el monstruo había llegado. Antes de entrar, se detuvo en la puerta para escuchar, complacido, el veloz teclear de las máquinas de escribir. Todo en perfecto orden. Su “Bonjour Madames” fue respondido al unísono por nueve voces: “Bonjour Monsieur Pérez et Ordoñez” y en su interior resonó “Le jour de gloire est arrivé!”

En la amplia oficina, con las paredes cubiertas por estanterías atestadas de expedientes, con cinco escritorios de un lado, en el otro cuatro cercanos y un quinto alejado de los demás, él del Señor Jefe, lo esperaba su secretaria, Liliana López. (Delgada, diminuta. “Cosita de nada”, se decía ella misma cuando se veía en el espejo. Rubiecita, con unos lindos ojos verdes. Nadie diría que estaba por cumplir los treinta y cinco años. Dócil, sumisa, tan tímida que bastaba mirarla para que se ruborizase y se largase a llorar. Sentía admiración por su jefe, era tan recto, tan exigente y tan firme como su querido y llorado padre —un fanático y cascarrabias euskera republicano y anarco-comunista exilado—... y él ni la miraba cuando le daba órdenes). Liliana acomodó rápidamente la banderita tricolor sujeta a un pequeño mástil sobre el escritorio de su jefe y con un expediente en la mano se animo a decirle, balbuceando, que lo había retenido antes de elevarlo a la dirección... El furibundo funcionario pegó un alarido, se había incurrido en desobediencia (insubordinación fue la palabra que utilizó) y mora de parte de la administración y... Cuando dejó de gritar, la vocecita de la frágil secretaria le explicó que en ese expediente el Señor Jefe había avalado con su firma un garrafal error que involuntariamente se había deslizado. Añadió “con tantos expedientes y memorandos que Monsieur Pérez et Ordoñez firma por día...”. Y por primera vez escuchó: “Gracias Liliana (y no Madeimoselle López), no sé que haría sin usted” y mientras caminaba hacía su escritorio, murmuró: “Yo sí sé, Ildefonso, lo que haría con vos...”.

A la mañana siguiente, esperaba al Sr. Jefe una sonriente Liliana. Maquillada, con tacos altos y el guardapolvo desabrochado que descubría una traslúcida blusa, también con sus dos primeros botones desabrochados, y una pollera a cuatro traveses de dedo por encima de las rodillas. Ildefonso Pérez y Ordoñez, Jefe de la Oficina de Control del Ausentismo, sentado en su escritorio, le dijo en un tono muy severo: “Madeimoselle, su categoría en el escalafón es demasiado baja para llevar el guardapolvo desabrochado. Así que ya mismo lo abrocha hasta el último botón ¡Y también todos los botones de su blusa! No olvide que estamos en una oficina de la Administración Pública de la Quinta República”. Con el expediente de su auditoria en la clínica salió para ver al Director; ya en la puerta le gritó: “¡Y por favor, deje de hacer ruido con sus tacos en esta oficina!”. Por el camino murmuraba: “Será posible que no entiendan la importancia de tener todos los botones abrochados”. Liliana López, encerrada en el baño de damas, murmuraba también entre suspiros y lágrimas: “Lo adoro... cuando se enoja es idéntico a mi querido papá.”

Un día más tarde Liliana tomaba sus vacaciones. Los dos años anteriores no había hecho uso de su licencia por no dejar solo a su Ildefonso. Pensó que si lo dejase solo el notaría su ausencia y hasta quizás llegaría a extrañarla. Admiradora de la epopeya revolucionaria cubana, soñaba, mejor dicho deliraba, con visitar la heroica isla. Con su salario era un imposible, pero el imposible no existe, no es otra cosa que un poco probable y, como en los “había una vez” de hadas, sucedió que una insólita promoción de viajes a la isla de Cuba, realizada por la Línea Aérea Cubana con pilotos entrenados en Francia, embarca a Liliana en uno de esos vuelos. Sin saberlo, se interna en un viaje emocional que transformará su vida.

La vida imita a los cuentos y los personajes reales a los de ficción. Los cuentos cuentan dos historias y en la vida real nuestros Ildefonso y Liliana vivieron, también, dos historias paralelas. Él en la París de De Gaulle. Ella en la Cuba de Fidel y el Che.

Liliana experimentó el primer impacto cuando las azafatas pasan, entre los pasajeros, bandejas comunitarias con bocaditos, advirtiendo que se debía tomar ¡sólo uno! Preludio de la solidaridad, educación, dignidad, frescura y compromiso del pueblo cubano.

La recibió un enorme cartel: "Somos un eterno Baraguá" y un histórico Chevrolet Bel Air 1954, cortesía de la
compañía aérea. El Bel Air rodaba y rodaba, y por los ojos y el corazón de Liliana pasaban imágenes de La Habana: el Templete, la Casa del Ron, la Plaza de la Revolución, el Malecón y el Cacique Hatuey y los esclavos negros y Manuel de Céspedes y José Martí y Ernesto "Che” Guevara y Camilo Cienfuegos y Nicolás Guillén, muertos y vivos, todos unidos por el mismo grito de independencia.

Ildefonso, solo y solitario, sentado en su escritorio. Sacó de su portafolio, una y mil veces, el Le Monde de la fotografía y por instantes, como flashes, la cara que veía no era la de la Brigitte, (todos los sueños dentro de un sueño), sino la de Liliana. Dejó de salir apurado de la oficina para ocuparse de los relojes (dedicaba todos sus momentos libres a reparar y mantener viejos relojes; darles cuerda a más de cien relojes —de pulsera, de píe, colgados de las paredes... hasta un cucú del siglo XVIII—, que con sus hipnóticos tic tac, estaban dispersos por todo el departamento, consumía parte de su día), y comenzó a pasear por Montmartre y descubrió que existían deliciosas parisinas de melena corta, boina negra, pañuelo rojo anudado al cuello... y miradas que le hacían bajar los ojos. Cruzaba el Sena, y en la ribera izquierda, en Montparnasse, se sentaba en la mesa callejera de un café para mirar —sin que se le escape ni siquiera una—, a las indiferentes inglesas que atravesaban el canal para exhibir el infartante invento de la diseñadora Mary Quant: la minifalda a 15 centímetros por encima de la rodilla. Descubrió además a los Beatles, al recién llegado Pink Floyd y comprendió lo que Edith Piaf, fallecida hacía diez meses, le decía en “La vie en rose”. No comprendía, o no quería comprender, por qué tanto en las parisinas de Montmartre o en las londinenses de Montparnasse, siempre veía a Liliana. Tampoco por qué, desde el disco, los Beatles, Charles Aznavour, y hasta Edith Piaf le hablaban de Liliana. “O es que bajo el cielo de París sólo existe Liliana”, pensó.

En La Habana coloridos grafitis declamaban desde las paredes "Cada día más cubanos" y Liliana se sintió una cubana más. Conoció los atractivos naturales, el olor, el paisaje exuberante, ese mar tropical — mítico y cargado de leyendas, de aguas claras y apacibles, con ricas barreras coralinas—, las playas de arena fina y el placer de saborear una langosta y frutos deliciosos bajo el abrazo de las palmeras. La gente pasaba, y volvía a pasar, con su verborragia y su picardía, la música, la alegría y la percepción de una sociedad feliz.

Ildefonso se permitió aceptar que extrañaba a Liliana. También se arrepentía del maltrato hacía ella. ¿Qué le había pasado el día que la vio tan linda? La respuesta la tuvo mirando, una vez más, la foto de Le Monde: ¡Vio a Liliana! Plegó el diario y rápidamente lo ocultó en su portafolio ¡Estaba celoso! ¡No quería que nadie la viese tan linda! ¡Nadie, excepto él!


Una mañana, en una playa del Atlántico, bajo el sol fulgurante, Liliana practica snorkel guiada por un ingeniero naval,
un mestizo de piel dorada y ojos verdes (como los de ella) que exhalaba ternura y orgullo. El sonido melodioso de un bolero y la frescura de un mojito —peligrosa combinación— esperan por Liliana. Al atardecer, cuando —danzando y bebiendo— su anfitrión le muestra el rayo verde en la puesta de sol, Liliana cree que los sueños de conocer el paraíso no eran tan inalcanzables ¡Por lo menos en vacaciones!

Faltaban tres días para que Liliana terminase sus vacaciones. Ildefonso, camino a Montmartre, pasa por un kiosco de diarios y un título de Le Figaro lo detiene: “FRANCESES EN EL PARAÍSO CUBANO”, “Sol caribeño, mar y arena, mojitos, boleros, salsa, guaguancó y mucho más...”. Una fotografía muestra una mujer, de espaldas, bailando muy abrazada... ¡No puede ser Liliana! ¡Sí, tiene una melena igual a la de ella! ¡No es! ¡Sí, es!... Compra el diario y desesperado entra a un café de mala muerte. Él, que nunca bebió otra cosa que agua mineral, pide un whisky on the rocks y lo toma de un trago. Tambaleando y con el estómago revuelto, intenta salir, pero cae sobre una mesa ocupada por seis argelinos y vomita encima de uno de ellos. Gritos, golpes, sillas que vuelan, silbatos de vigilantes y el ulular de la sirena de los patrulleros. Tuvo suerte, estaban por subirlo al vehículo de traslado de detenidos, cuando es reconocido por un policía que vive en el mismo edificio que él. Monsieur Pérez et Ordoñez fue llevado a su domicilio por un patrullero.

Una Liliana borracha de sensaciones desconocidas emprende el regreso a París y a los brazos de Ildefonso. Durante todo el viaje suspira, murmura “Ildefonso, mon amour” y tararea “C’est si bon...”. La anciana sentada al lado de ella sonríe al escucharla y se duerme musitando “L’amour... l’amour”.

Un día después, el perplejo personal de la oficina ve entrar a su jefe con un traje claro (por supuesto con los tres botones abrochados). Frente a ese cambio una de las empleadas, la más antigua, se animó a pedirle que no diese curso a la sanción para la agente del Ministerio que auditó en la clínica y no encontró cuidando a su hijo. Todos quedaron estupefactos al escucharle decir: “¡Pobre mujer, estaría exhausta después de tres días y sus noches al lado de su hijo! ¿El niño está bien?”.

Un día antes de terminar su licencia, Liliana bronceada y radiante, entró a la oficina y se dirigió al escritorio de su jefe. Lo saludo con un apretón de manos y le dijo:

—¿Puedo pedirle un favor, Monsieur?

—Sí —, balbuceo confundido.

—Necesito que esta tarde pase usted por mi departamento —le dijo resuelta.

—Usted sabe Liliana, que el Estatuto...

—Sí, lo sé, pero no puedo ingresar al Ministerio con la botella de ron que le traje...

—No bebo Liliana...

—Y un reloj pesado para mí... Bueno, lo espero —, y besándolo en la mejilla se fue no sin antes decirle: “Esa corbata le queda muy bien con el traje claro”. Ildefonso se tocó la mejilla del beso y pensó: “Au revoir, mon maman”.

En la geometría las paralelas jamás se cruzan. En la vida real, plagiando a los cuentos, cualquier cosa puede pasar con las historias paralelas.

Esa tarde, en el departamento de Liliana, el formal Ildefonso con los tres botones de su saco abrochados, no podía apartar su vista del nacimiento de los bronceados pechos que dejaban ver los dos botones desabrochados de la blusa de Liliana, y preguntarse hasta dónde llegaría ese tono... Liliana lo percibió, secdesabrochó el resto de los botones y se acercó a Ildefonso, le desabrocho los tres botones de su saco... y cerrando sus verdes ojos, recordó a Pablo Neruda: “En un beso sabrás todo lo que he callado”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario