martes, 1 de febrero de 2011

Los custodios

De: Beatriz Weisemberg

Madrugada húmeda, como la mayoría de los días en Santa Fe, exudan las veredas y la ropa se pega a la piel perforando la carne hasta hacer doler los huesos. Madrugada de un día cualquiera en que, con mucho desgano, dejé la cama para volver a la rutina del empleo en la oficina enclavada en el Centro Cívico.
Desde mi balcón los escuché, salvajes gruñidos que no tenían explicación. Me asomé sin poder ver en las tinieblas del sol que recién estaba saliendo. Volví a escucharlos. Las flores de los lapachos parecían acurrucarse ante tanta batahola.
La ciudad apenas se perfilaba, chata, opaca, contra el cielo.
Terminé de vestirme, desayuno cotidiano de mate cocido con leche y tostada chamuscada. Cartera, agenda, anteojos, mi reloj (el traído de Rusia), llaves…Cerré mi puerta y tomé las escaleras hacia la calle.
Volvieron a escucharse los gruñidos, gritos, un alboroto que helaba la sangre. Estaban ahí parados, un pelotón de guerra. Uno vigilaba atento, el otro descansaba, el tercero recorría la vereda no dejando acercarse a nadie, ni chicos ni grandes…observaban feroces, terribles, temibles.Crucé temerosa la calle, junto a otros transeúntes de esa hora ciudadana, hasta el banco de la plaza, la parada del ómnibus y desde allí, asombrada, completé la escena.Un quinto se acercó al rincón más oscuro entre las columnas del edificio. Y de ahí, lenta, dificultosamente, se levantó una mole de harapos, barba, bolsas, palos, que comenzó a caminar frente al llamado de sus custodios. Eran las siete de la mañana santafesina y los seis perros se ubicaron respondiendo, vaya a saber qué designio, alrededor de su Jefe humano. Toda la tropa se perdió entonces entre los últimos vestigios de la noche.
Los custodios habían cumplido la misión encomendada.
Desde ese día, cada mañana, no he podido dejar de pensar en ellos…

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